jueves, 23 de noviembre de 2017

Somos Europa, ya lo creo


Al parecer, entre nosotros se ha desatado una tremenda afición a las mascotas –además de Rufián o Sorayita, quiero decir–. Sea o no por lo que decía Diógenes el Cínico, “cuanto más conozco a las personas más quiero a mi perro”, los que llevan el tema hablan de una epidemia de petofilia, o apego excesivo por las bestezuelas (no confundir con la propensión al gaseo de lo que está al alcance de nuestro culo). 
Y España es, cómo no, una potencia (también en lo segundo), siempre fieles como solemos a nuestro mayor exceso en un mundo excesivo, que es el desahogo, esa quizá nuestra mayor facilidad que es la de hacer el Jorge (o Jordi) que todo le coge (o cabe); esa holgura para tragar con lo que sea con tal de que no nos toquen lo nuestro (?); ese andar holgueros de conciencia, moral, siempre en paralelo a la capacidad manifiesta de adoptar y ser adoptados a la vez por lo uno y su contrario y, nuestra mayor debilidad, acabar por ser del último que llega. 
Todo lo cual no es otra cosa que una nueva colección verano e invierno del viejo chaqueterismo remozado para ir tan desanchados, dúctiles y relajados de usos y costumbres, bregando con lo que nos es odioso con esa buena cara y estómago tan falsos como el bienestar, para acabar manifiestamente orgullosos de nuestros vicios, contradicciones y cagadas, en que estriba el nuevo carácter nacional, hoy en extremo consentidor y baboso –que cría la mala baba que hay que usar por otro lado–, como antaño era en extremo furioso e intransigente (somos así de ciclotímidos), y que no hay que confundir con la tolerancia. 
Porque, a la vez que se ama al animal de compañía, se condena más que el vecino baje la basura a deshora que aquél se nos mee en el ascensor; o que entre las abuelas, en general tan enrolladas ellas con la modernidad, haya un respecto casi devoto por lo LGTB, mientras ellas mismas sigan alimentando en sus casas el machismo más vil; o cunda la donación de sangre, miembros –sobre todo si son de la familia– o alimentos, junto al nuevo repudio de rumanos, o el viejo de los gitanos. 
Todas, manifestaciones de un nuevo civismo, ampuloso y bien educado, que expresa sin embargo el fracaso de una civilización en la cual, como en la propia cristiandad, llevamos inmersos siglos y solo se nos nota en la superficie, calada por esas modas con las que nos vamos vistiendo cada temporada o cada cuánto para cambiar algo y que nada cambie en el fondo (de nuestro supremacismo irrelevante).

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