domingo, 13 de mayo de 2018

La rabotada, o la primera excomunión

Érase una comunión a la que invitaron al conde Lecquio para realzarla. La comunión, digo. Y como había otros titulados aristocráticos, un veterinario, un urólogo y hasta uno al que los gitanos llamaban marqués, enseguida salió a relucir lo del conde. Si no físicamente y en el acto mismo de la hostia, sí elípticamente y cuando las señoras se dejaban besar por tercera vez por sus barras de labios.

Y nada más salir del templo, una abrió fuego con un “pues mi marido, no le va a la zaga, mutatis mutandis”, a lo que otra, como lo de las comuniones son tan interclasistas, respondió “pues el mío, un mutatis que para qué”, y así hasta la hora de comer en que, como preámbulo, el mismo padrino se tiró una disertación edificante sobre el último Sálvame como ágora real de la era digital, y dejando aparte la delectación de la falsa modestia del conde al quitar yerro a los tamaños, así como los Botín desdeñan del dinero, pasándóselo en grande, con perdón, ante la envidia de unas y otros, decía:
“Lo más destacable del programa, a pesar de las fotos, era la falta de argumentos contra el exhibicionismo, buscado o no, cobrado o no, del calavera, incurriendo en graves contradicciones propias de las prensa del corazón al pretender hacer pasar por intrascendente algo a lo que ella ha colaborado activamente a que lo sea, como es la elevación del cuerpo, o sus partes, al primer plano de la cultura. 
A todo lo cual, el conde les daba la razón de ser lo suyo sin importancia, deslizando a ojos vistas –es un decir– el mensaje contrario, haciendo de abogado y de diablo al coger en falso como víctimas de su propia incoherencia a los representantes de la cultura cotilla, siendo él así el único congruente con el narcisismo de relumbrón actual, del que enseguida reniega tanta gente en cuanto el objeto del hedonimso son las partes muy nobles en este caso de un varón, como la parte tabú a respetar en una cultura corporal que se precie.”
Y luego otro profundizaba –ya digo que era una comunión cum laude– en que la aristocracia hacía siglos que no se llevaban con el pudor lo mismo que las otras clases, como fruto de una educación que mantenía a los demás en una relación poco más que objetual.
Un discurso diluido por los llantos de una abuela y el inciso rompedor de un primo: “Pues Juanito ahí donde lo véis, es un atleta sexual”.
Las miradas buscaron a Juanito. Y luego al primo, con conmiseración. Y uno que era antropólogo, dijo: “Pero si Juanito es pícnico”. Y el primo dijo “¿Y qué?”. Escudriñaron otra vez: Juanito era un bollagas con más culata que una ternera charolesa, que desparramaba sus carnes lechonas, sudoroso y pringoso sobre un codillo con ojos lúbricos de poseso capón, indiferente a la niña de la comunión sentada en sus muslos, que le metía el dedo en una de las tetas que se le salían de la camisa.
El primo repitió: ”De verdad, cuando se pone, un decatleta sexual. Te lo digo yo. Realmente explosivo.” Otro dijo: “Lo que está es a punto de explotar”. Todo lo cual era observado como un partido de tenis, por una tía soltera de la niña crecientemente demudada.
De repente, a Juanito se le cayó una mojada en el vestido de la niña y el grupo se quedó mudo al verlo meter la cabeza en los bordados del vestido y lengüetear allí la patatas al montón de la guarnición. Y uno dijo: ”Joder con el pícnico”.
Entonces la tía saltó como un grillo dirigiéndose catatónica hasta Juanito, al que le arrebató la niña de un tirón y, con ella en brazos, “¡pobrecica mía, el día de su consagración...!”, se lió a insultar al pícnico poniéndolo de pervertido, guarro, pederasta, vicioso, con tal saña que a éste se le caían  desde el asombro de su boca las chorreras del banquete, y en otro pronto, se fue para el destacado miembro de la aristocracia, o sea el conde, que en ese momento iba vestio y, sin ningún miramiento, traspuesta, le señaó la salida y le dijo sin más, de rabotada: “Y usted, a la puta calle. Que por su culpa por poco me violan a la niña. Tanta aristocracia ni qué ocho cuartos... Y a mí, como si se opera”.

Y un borrachó saltó: “¡Lo que sobre pa mí!”.

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