miércoles, 9 de mayo de 2018

El oficio más viejo del mudo

(Relato prehistórico)

Para cuando la flor del malvavisco abre sus pétalos, Agustín Palafox, más conocido como el Regio, Sietechotos, Dichobreve, Pecorino o simplemente El Mudo por pasar por desheredado del don de las cotorras y de los locutores de radio, recibió la visita de un inspector fiscal: “Buenas, soy zutano”. Y se le zampó en su casa tomando posesión de sus sobrecogidos bolsillos.
Fuese por el mal fario o bien por la sorpresa, soltó tal gruñido de bienvenida que el convidado pensó que aquel pobre del que esperaba una economía tan negra como el tizne, carecía de su propia urbanidad trapera fin de siglo y que el sonido era una expresión espontánea de sumisión asustada al Estado al que él representaba allí armado de calculadora y mala leche.

Al segundo gruñido señalando un gabinete de mesa camilla y calceta, el inspector, en realidad subinspector, tuvo la convicción de estar frente a un sujeto a la defensiva, sonriendo por ello al internarse en el cuchitril engalanado con estética ‘anisdelmono’ que le resultaba tan aberrante, incluida la botella de butano con su caperuza para la alcachofa.
Ya sentados y como el Regio no replicara, el inspector reparó en su gorra beis milrayas que le protegía de la intemperie doméstica, una de las peores, y si bien lo censuró también lo exculpó de su atribulación, pues a buen seguro sus  culpas ante el fisco serían muchas a escuchar, a más tardar en cuanto terminase de relamerse del dulce silencio previo a la ejecución por lo civil que era su oficio.
–Ya se imaginará usted el motivo de mi visita...
Dejó caer a plomo con sonrisa de serie negra de baratillo. Dichobreve asintió con un inane toque de su gorra, y ello certificó ante el subcuentaguijas su mala educación.
En los seminarios sobre defraudadores, ya le habían advertido que los había recalcitrantes, cuasi impenetrables o de una estolidez sapiente y versátil que, como a los galápagos –la imagen la había tomado de un documental–, había que volcarlos y buscarles el orificio de su rendición. Y a eso había ido
– ¿Qué hacía usted la noche del 13 de febrero pasado?
Era su primera tanda de banderillas al morlaco fiscal. Agustín Palafox no depuso sus banderas. Miró al funcionario como a un pariente con Alzheimer, y éste fue escondiendo su triunfante dentadura ante el fracaso de su golpe maestro de efecto. Dichobreve levantó su antebrazo peludo con calvas de hongos y lo dejó caer de sopetón sobre el cristal que cubría el mantillo de puntilla de la mesa, atronando la estancia con un golpe seco.
La ingle del inspector se humedeció y su condición de alfeñique se hizo patente ante aquella sintaxis selvática del minusválido. De modo que apenas si se percató con un respingo de la voz contrachapada de humos baratos y arrabal que le entró de costado. Su dueña era un juguete gigante de esos de andar por casa con medias sólo hasta sus blancas rodillas bajo una falda corta tirando a vietnamita y un delantal con un “házmelo bien hecho” escrito en el bajo, de insuficiente tela para los dos promontorios superiores que enseguida provocaron el vértigo del inspector, que puso cara de caballo de oros. Y fustigado por el dios de los volúmenes, un coro de menudillos empezó a trotar en él, que trastabilló, con las carótidas revelando en rojo su estulticia, demostrando con todo ello poseer un espíritu panelable.
– Buenas tardes.
Saludó muy bien, modosa, con ojos de betuncillo enjalbegado, alabeando su postura de desafío insulso y boca recogida tan capaz de abotonar un deseo descompuesto como de insultar con la más fina iniquidad a un policía de tráfico. El subinspector, entre los bultos y los errores de ídem, quedó a un paso del expediente disciplinario, él que montaba guardia sobre la depredación del erario.
El Regio explicó algo a su modo y ella tradujo:
–Que dice mi hombre que se explique. Es mudo, pero entiende.
Aclaró la mujer, en jarras, examinando sus aspavientos, con ese poderío de hembra que se muerde la boca mirándote como a una pescadilla de rollo.
–Ah, ya..., a lo que me refería –se volvió hacia Sietechotos casi a voces– es a lo que pudo estar haciendo por esa fecha, vamos...
El Mudo se acodó diligente con su corpachón, con su pechera de lobo abierta. Después gesticuló afanoso explicando de mala gana algo de cajón a la morena blanca de pelo recogido con pasadores. Y ella:
–Que por la fecha que dice usted y a esas horas, que lo más seguro es que me estuviera echando un polvo. Ya sabe usted, por lo de San Valentín, y que a él no se le pasan esas cosas –informó con una cachaza inasumible para un funcionario, con un punto de guindilla ¿impropio? de la perfecta ama de casa–. Y que aquí las únicas voces las da él, ¿estamos?
Se desabrochó los brazos y se arregló el delantal por el frontal del área.
Turbado y absorto por las cosas del habla, que era mucho decir, el inspector no estaba dispuesto a dejarlo así. Si se pensaban que a los cuestionarios oficiales podía responderse con medias verdades caseras, iban listos. Y  desoyendo la calentura que notaba en sus orejas se dispuso a empapelarlos a modo.
–Ocultar información en una encuesta oficial es grave, ya le aviso, porque usted –señaló con el dedo, muy mal–, en esas fechas y otras, según consta, ejerció de vendedor fijo discontinuo –recalcó– de peletería, taxidermia y ultramarinos, sin declarar en ningún caso las rentas. Y aquí tengo fotocopia de la venta –esgrimió una hoja con veleidad– de un lote de pellicas de..., perdón, señora, de choto, no sé si será una errata...
–Está usted perdonado. Pero no hace falta insultar, eh.
–Gracias –se alivió él–. Usted perdone, no quería... Bien, pero está claro y este del papel lo ratificaría. Y más cosas. Y usted lo sabe. ¿Qué me dice?
El Mudo y la mujer se miraron. Él hizo una curva burlona con el dedo y ella remató con un ¡Ah! y un carcajeo morboso.
–No creo que sea cosa de risa.
Advirtió el inspector, llamando a la seriedad. Ella se le volvió:
–Que dice aquí que él no ha hecho nunca de taxista. Que él es muy honrao.
–¿Taxista? ¡Taxidermista! Disecador de animales.
La otra tradujo y el Mudo hizo un puchero bobo y se encogió de hombros.
–Bien, ya veo que le da lo mismo. ¿Y lo del textil, tampoco sabemos nada de eso? ¿Tampoco daba beneficios?
Miró a la mujer y parpadeó, creyendo ver en ella un algo. Pecorino, ante  la clara inclinación del visitante por la equis, abstrusa cuando menos para un parlante que aspirara a una fonética del montón, abrió las manos como palomas y se quejó de lo que era una maniobra artera contra su discapacidad.
El inspector, lejos de irritarse con el disimulo, bajó a por más papeles al maletín. Vio entonces la mano del Regio bajar de la tabla de la mesa hacia su entrepierna, cogérsela y rascársela.
Trató de no soliviantarse ante tan vieja, obscena y efectista artimaña proletaria, subió tan rápido como pudo y plantó cara al infractor. Pero al ver al Mudo con las dos manos en la mesa, se aturdió, y al ir a echar mano de lo que llevaba entre las suyas se encontró, contrariamente a su oponente, sin nada, con el aire, pues, con la prisa, las había izado trayéndolas de clara. Y con la prestidigitación, sintió su prestancia fiscal desprestigiarse por momentos.
En medio del estupor miró a la mujer. En presencia de su aire bobo y brazos de leche, con aquel medio perfil de brevedades chatas que le recordaban a un sidecar, y sin más bagaje que el nuevo texto refundido de la reforma contable del Estado, se sintió griposo y carnesturiento: un número. Para acabar de descabellarlo, ella preguntó:
–¿Qué es lo que se  iba a sacar usted de ahí abajo?
Y él entrevió por las telarañas que enmarañaban sus neuronas que el estatuto protocolario se esfumaba ante aquella blandura maquinal. Un velo espeso le sujetaba las palabras haciendo de su atrincheramiento legal un artificio de feria, lamentable frente a una sensualidad primitiva que le ametrallaba el cerebro con imágenes eróticas. Y sólo la rutina le ayudó a continuar:
–¿Se atrevería usted a declarar que no tuvo usted un negocio de confección, de camisas por más señas, con operarios ilegales asalariados? Si eso no es un auténtico empresario, ya me dirá... Situación nunca declarada ni  cotizada, por supuesto. ¿Qué dice usted a eso?
Acusó, recogiendo los retazos del hilo acusador, otra vez con color bituminoso. Pero el Mudo extendió las manos como quien espera un paquete de Navidad y después de dirigirse unos instantes a la mujer, ésta dijo con su parsimonia cansada:
–Dice que qué va a decir él.
El inspector los miró de forma alterna, sin acertar a comprender cómo su renovada furia inquisitorial se perdía en el fango de tan inquietante pachorra. Era una paz de armas tomar y no sabía si el autismo declaratorio del par de dos era simple degradación social, tal y como enseñaban los psicólogos conductistas. De modo que, para conjurar los peligros de un derrotero lleno de hojarasca, y no sin antes echar una mirada al canalillo femenino que partía el ovalado borde del suéter, se despachó con otra morterada que tenía por inmisericorde:
–Bueno, mire usted, tenemos referencias –dijo al insólito cacho de enfrente, como cincelado en un frontispicio gótico, gorra aparte, por supuesto– de sus actividades, todas al margen de la normativa. Regente de un bar, el Torrao, que luego pasó a ser La Leonera y luego El Pretil. Después, representante de cuchillería fina, algo que no entendemos muy bien, dada la competencia y el dumping de los chinos y demás...
Le miró la cara, para verle la reacción. El Regio trazó una serie de ligeros frunces cenceños, y antes de terminar, la mujer, arreglándose el ribete superior del delantal con una primor propio de festejo popular, lo ilustró:
–Que así les cortaran los huevos con los cortaúñas que hacen.
El vértice masculino del subinspector sufrió un escalofrío. Pero no exteriorizó nada. Más bien se le calentó el hato, convulsionado por la mezcla de mondongo virginal, voz agridulce y cutis de ribera que lo iba malguiando con su lenguaje de ballena viuda. Y cuando terminó de prendarse, pasó a la mística contable, tal era su malformación:
–¿Y no recuerda usted por un casual la firma Cacalini y Montesol, la de la recogida de periódicos, trapos y chatarra del camino del Cementerio? ¿Y su trabajo de deshollinador en el barrio nuevo de los chalés adosados. Ahí ganó una pasta, no me lo niegue –El Mudo no negaba nada. Tan sólo auscultaba a un hombre enfebrecido reo del deber–. Y no me niegue que ha hecho usted de albañil, mueblista, mudancero, vendedor de juguetes, relojes y joyas de contrabando, encargado de colmado, hojalatero, vendedor de seguros y reparador de electrodomésticos –leía, desarbolado por el mismo desenfreno con que el Mudo había cambiado de ocupaciones, como ejerciéndolas a cámara rápida–. Por no nombrar las apuestas mutuas, la reventa, el chamarileo y el taquillaje de la Plaza de Toros y las almohadillas del fútbol... Y va y me pide ayuda de subsistencia a las instituciones. La verdad, creía que un hombre que domina tantos oficios podría hacerse rico hoy día y no caer en la bajeza de chupar de la teta. Así nos va... Pero ahí lo hemos pillado.
El Regio y la mujer, que eran de los que pensaban que trabajar en cualquier oficio era currar para el inglés, nacionalidad de todos los que mandan, y el buen oficio aquel que se hereda, mudaron de cara y, del estatismo de trapisonda, Sietechotos cambió a pasmo su ovejuna tez cuadrada, morada y necesitada ya del segundo afeitado del día, mientras su compañera, cual liendre entre la galaxia de pelos de un cepillo de púas se mostraba perdida y no encontrada ante tamaña ristra dialéctica, pues el universo liberal siempre resultó inasible para el pensamiento vulgar, en tiempos también llamado gentil.
Y si tal era la nebulosa de los incoados, no lo fue menos su reacción para el funcionario, que al no fiar ni mucho ni poco en la facultad moral del pueblo llano, divagó si lo harían adrede. Y para perderlos de vista unos segundos, fue a buscar más folios que echar sobre sus cuitas, con un gesto de lástima por el prójimo que le valió una estimación objetiva singular por parte del dúo.
Al volver en sí, o sea frente al par de fuerzas, sin saber cómo, la madona de no más de metro y medio se había sentado, cruzado de piernas y reclinado frente a él, aunando a lo frutal de las engordaderas de su rostro el aroma traído a colación por su mohín y un haz de pamemas que le labraban unas leves patas de gallo haciéndole aún más cárnico su barbecho de bienaventuranza.
Tampoco sabía cuándo le había crecido al Mudo aquel palillo que le partía el rictus en dos mitades, una de sagacidad y otra de jocundia que se contrarrestaban dando a sus ojos gachos un tono ecuánime. Hasta su nariz de pequinés quisquilloso se volvió de mastín. El caso es que un mórbido sopor tanatofóbicosexoapelístico se iba apoderando de su función, sus competencias y su cuerpo. Y su entraña, teñida de tóner de fotocopiadora, se disolvió en el naïf caféconleche de aquella estancia con enaguas. La mujer se hincó en él con una devoción untuosa, repleta de sinuosidad:
–¿Es que te vas a sacar algo más?
Las entretelas del inspector, crecidas de músculos, hizo eses. Pero aún acertó a decir, muy profesional:
–Es que... lo de quitarle el pan a los pobres es..., es..., bueno, es más bien como... grave.
– Que me lo digan a mí.
Respondió ella más cerca, como aupada a un galpón. Podía olisquearle sus jugos epiteliales, simplificada de fragancias. Y eso era mucho espoleo para su deseo acimarronado de saltar sobre aquel flan de canela pura en rama.
Para contrarrestar, Pecorino ponía la guinda con su papel de clase humillada, consentidora y procaz. Ella silabeó, haciendo presa en sus sentidos:
–Es que, verás..., como una padece del corazón –se metió media mano derecha entre el escote, anticipándole algo de los cúmulonimbos de la tormenta–, que lo tengo muy tierno desde pequeñita. Y por eso pedimos la ayuda. –El Mudo gesticuló y ella siguió–: ...sí, que era para los masajes cardiacos de agua. Agua...–balbució–, agüita para mi corazón...
Mientras se pasaba las manos por su base imponible. Su cara de escarcha le enviaba a un palmo sondas para sus simas y bengalas trazadoras para emerger de ellas a cosa hecha, como un faro seguro en la niebla. Y entre las bocanadas de aire que hambreaba de su boca de cepo dulzón entornado a su impericia, le pareció oír brotar una copla:
“Con sombrero negro y chaqueta corta, y en las brujas horas del anochecer, por su calle abajo pasaba una moza de la que, sin saberlo, yo me enamoré...”
Le pareció nadar en hidrógeno líquido tibio. Su índice trabajoso pugnó por abrir un hueco entre el cuello de la camisa y el propio. Hasta que se dio cuenta de que la voz era de hombre. Y como su cabeza no estuviera para trotes, se pensó en el Mudo,  pero, ¿cómo había de ser? Y con sonrojo, vio que éste había puesto el radiocasete del aparador y le sonreía, hecho un disyoqui, y que Canalejas de Puerto Real, algo muy difícil de saber para un subinspector de hacienda, ponía música a su desazón:
“Un domingo claro de abril sonreía, me arrimé a su reja gallardo, juncal, y le dije alegre: con usted, mi vía, unas palabritas tengo yo que hablar.”
Oía más por los ojos que por la boca, y al tragar, la saliva le raspaba. Angustioso, no quería volverse, por no toparse con el lenguaje edulcorado de ella que le licuaba las mantecas con su acoso de bajura: “Capuyito, eh, eh...”
“ ...hablamos de muchas cosas que el viento se las llevó; tan solamente una copla que en mi alma se queóooóó: Rosío, ay mi Rosío, manojito de claveles, capuyito floresío...”
El Mudo repicaba con los nudillos en la mesa, vocalizando mímico, como si cantara, muy sentido. Lo cual, con la melopea, el calor inguinal y la alquimia escénica de la sirena del chocho zumbón, le movieron el baile glandular.
“De pensar en tu querer, voy a perder el sentío, porque te quiero mi vía, como nadie te ha querío. Rosío, ay mi Rosío... Se alejó la mosa de la vera mía. Era to mentira lo que me juró. Y me hiso llorar tras la selosía por aquel cariño que se marchitó”.
Sintió las manos húmedas y buscó aire en el aire sureño de aquel aliento tan encima de él que se interponía a su respiración para asistirla.
“ ... Ayer por la tarde y hablando a su oío, con otro del braso la han visto pasar. Me ha vuelto la cara, no se ha conmovío, pero estoy seguro que me vio llorar”
El Mudo controlaba toda la operación casi con hastío, no en vano aquella era un guerra mil veces expuesta en las pizarras de su vida. Además era su obra, y su incomodidad era sólo estrategia e impaciencia de vendedor ante un negocio más que hecho. Fue cuando hizo el movimiento torero de usar la mano como alza, quieto como vela, para mirar cruzado al animal y medirle la vida.
“A pesar de su desprecio, yo no la puedo olvidar. Me acuerdo de aquella copla que un día le oí cantar. Rosío...”
Ella puso una mano en su muslo y se interesó maternal:
–¿Sudas?
El funcionario no dijo nada; se descoyuntó de mandíbula para abajo con abultado embarazo, protuberancia más o menos. Ella le llevó la mano a la cara, y allí se le puso enfermera:
–Pobresito. ¿Tú estás malo, cariño?
El inspector estertoró un sí ronco y poseso. La mujer lo tomó del codo,  y lo izó como ingrávido con aquel su ungüento heredado de las venus de Willendorf:
 –Pobresito mío, ven conmigo, que este Mudo es más malo...
Pero si sería cicatero que, de camino al cielo, aún se refrenó y preguntó a trancas, carraspeante y quedo:
–¿Y...su marido?
Ella lo miró como caído de una canalera y tiró de él para arrimárselo:
–¿Marido? ¡Hasta ahí podíamos llegar, que una es muy seria!
Dijo con empaque. Mientras Sietechotos, algo cejijunto, quedó remoliendo en el palillo el extraño amasijo que en la boca de un hombre queda al mandar a los suyos a una victoria segura, con uno como víctima. Luego se levantó y se fue en busca de una pava de faria que tenía a medio fumar.

Diez minutos más tarde, el inspector ya no sudaba. La mujer siroco había absorbido toda la humedad de su borrasca como una evapotranspiración  imprevista.
El Regio los recibió cansino. Le pasó la cartera al inspector, que ni al subirse el nudo de la corbata se atrevió a levantar la vista. Estaba satisfecho de un deber cumplido, sí, pero no sabía  de cuál. El regio lo acompañó a la puerta, y allí le entregó una tarjeta profesional, que leyó ante la hueca compostura de satisfacción del hombrón: “Servicio tradicional. Material de calidad y decente. Se masturba a mano. Pruebe nuestras especialidades. También se hacen paellas. Llámenos a cualquier hora. Paellas hasta las doce”.
Pecorino señaló en la tarjeta lo de la masturbación con gestos muy ufanos e inquietantes. La mujer salió entonces, ultimándose unos toques en las horquillas de su pelo y le tradujo:
–Que dice que es por la cosa de que no se pierda lo natural, sabe usted, que es como mejor queda. Y que estamos en paz y que vuelva cuando quiera.

Y el subinspector, que había vuelto a adquirir la enrevesada bobez de quien desde pequeñito ya quería ser funcionario, abrió algo más la boca para decir un “ah” innecesario, y mientras la puerta se cerraba tras él y llegaba al rellano de la escalera, oyó como en sueños que alguien voceaba paredes adentro: “...¡y a ver si haces de comer de una puta vez, que tengo partida, coño...!”, comprendiendo que entre los oficios de Agustín Palafox figuraba el segundo más viejo del mundo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario