El otro día, la sección del tiempo de uno de nuestros periódicos
titulaba, sin quedarle otra: “Ambiente veraniego”. El titulista, meteorólogo a
palos, había llegado a la conclusión de que para qué calentarse más la cabeza,
si es que es eso. Es obvio. Y la obviedad ha llegado a definir tanto a este
país, que no hay que darle más vueltas. Ni reñir. Sólo riñen ya ciertos
parlamentarios, y eso en puertas de las vacaciones, mediatizados por el
panorama de pasarlas con la parienta u otros seres familiares igual de
desconocidos. Todo lo que nos pasa está tan claro, que el que no sabe es porque
no quiere enterarse. A qué más historias de incultura, desinformación y
manipulación. Y es que este país, que confunde hastío con estío, vive
permanentemente bajo el síndrome del verano, que además de ser una patente
española, es siempre un tiempo de abandono.
El verano es cuando, queriendo ser jóvenes nos hacemos viejos.
Nuestros abuelos lo sabían y no se ponían al sol, e increpaban a los atezados
en exceso con cosas como “míralo, si parece un moro”, conscientes de que el
astro rey es el que acelera la historia, y no el Islam, aunque éste se dé en
países de lo más soleado, donde se dice que fueron inventados los espejos, por
el azogue, se supone, para ver si así vislumbraban el reflejo del profeta, y al
verse allí, del revés pero más feos, sin depilar, ni makearse y con un moreno
agromán del copón, o sea de chilaba, decidieron quitarlo de la liturgia.
Y lo bastante que lo hicieran para adoptarlo por estos pagos, como
el más asquerosamente obsequioso utensilio inventado, ideal para tomar esa
falaz distancia de nosotros mismos que nos administra la belleza como una renta
baja, que era desde el Pleistoceno la gran obsesión creativa (mucho más que el
fuego, donde va a parar) del hombre, que ya por entonces se iba diferenciando
biológicamente de la mujer, y por lo tanto iba cayendo bajo su influencia,
aunque eso habría que verlo, ya que de siempre los ha habido muy remirados.
En cualquier caso el espejo es el precedente histórico sin el cual
hubiera sido imposible inventar la tele –o mismamente a la madre de
Blancanieves–, que no es una ventana, como se ha dicho, sino un espejo al
revés, o sea la vida misma del derecho, para poner de relieve (muy bajo, eso
sí) todo excepto ciertas protuberancias, que en eso seguimos tan hieráticos
como una tabla del románico, que es por lo que la gente vuelve y vuelve a las
mismas playas, porque la vida es una playa a la que se vuelve siempre, en busca
de una belleza, no interior, que eso ya habíamos quedado era improbable aunque
no imposible, sino anterior, no en el tiempo, sino de la parte de delante,
ahora que las playas se miden en implantes, o
para recordar aquélla ola, con la tabla (de surf) dispuesta a ver si a
Jessica le salieron estrías tras el parto. Hieratismo puro.
Y es que el tiempo, especialmente el veraniego, es un espejo
deformante. Será por la calima. Luego viene la decepción. Algunos cogen el
coche, y el que no consigue esclafarse a medio camino mientras hablaba con el
móvil, se planta en el pueblo, allí, con la gente sana, a gozar de la
francachela, de su sentido común exacerbado, de los pisos erigidos sobre casas
antiguas, de ese acento sacado de los últimos programas cutres de la tele, que
tan divertido resulta una o dos horas, hasta que ves que el sentido común es el
grado precedente de la imbecilidad y que el pueblo se caracteriza por destruir
los edificios elevados sobre él, como el idioma, un suponer, que como juan palomo, se lo guisa, se lo come y lo excreta,
y consistir su catarsis en regodearse en su miserias pasadas, que hace presente
cual fantasmas para ejecutarlos y bailar con ellos al son de su horror,
exorcizándolos con esa mezcla de impudicia, miedo, morbo y recochineo en danzas
macabras de elogio del andrajo, secuelas de la escasez (de todo) cultivadas de
tal modo, que se confunden con la humildad en la que el pasado es tratado como
un difunto que es concitado para recordarle que no vuelva. Todo lo cual forja
ese humor popular que puede degustarse haciendo puebling, lo mismo que los de
pueblo, teniendo nostalgia de la gente, visitan la ciudad, que está llena de
eso, mientras el pueblo suele estar hasta los topes de vecinos. Y no es igual.
Pero ya digo, la morriña es libre en pleno verano. Algunos incluso
la tienen del 18 de julio. Por lo de la paga. Yo tuve mi primera paga del
Glorioso a los diecisiete, en una fábrica de Elda donde marcaba zapatos del 42
para las mujeres de Arkansas. Desde entonces sueño que hago el amor con mujeres
que se tienen de pie sin ninguna dificultad, pero yo me voy a caer en cualquier
momento. Menuda ruina me busqué de por vida. Y aún tengo que dar gracias.
Porque los que les tocó Misisipí, hacían hormas del 44 y desde entonces andan
de terapia soñando con mandingas que les dan mogambo, sin Grace Kelly ni nada.
La provincia de Alicante es que hace soñar mucho.
También, desde entonces, más o menos, me pregunto por
qué los comerciales llevan traje en pleno verano. Pero un día coincidí con un
psiquiatra en un merendero, en verano era, precisamente, y mientras nos
quitábamos como podíamos las moscas de un forro de cabeza más duro que el
cocote un cristo, y una sangría de sobras completas, que por poco nos da un
cólico miserere, me dijo que no me preocupara más por ello, que era una
fijación relativa al uso del condón, y que me hiciera la vasectomía. Y así,
como quien hace mutis por el forro, le hice caso, y desde entonces, oye, mano
de santo. Como dicen eso: después de muerto, la cebada al rabo. Veo un comercial,
e igual que si viera un mecánico. Vamos, que me la sudan igualmente un
proletario manual que uno intelectual. Esto, dicho así, ya sé que suena a
reaccionario y burgués. Y de hecho, lo es. Pero uno va ya para viejo, porque el
verano envejece, es lo que tiene, y ¿qué quieren, que cuando vea un comercial
con traje me afecte y me ponga a sudar la gota gorda? Pues no estoy yo ahora
fresco ni nada disfrutando de este ambiente veraniego. Eso sí, tengo ganas de
que llegue agosto. No es por nada. Pero estoy seguro que, con algo más de
ambiente, llegaré a ser todavía un poco más tonto.